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Si el temor era el regreso del estatismo echeverrista bajo la bandera obradorista,
entonces hubo un error. Porque lo que hemos visto no es el crecimiento abultado del
Estado sino lo contrario, algo a lo cual ni los gobiernos de Reagan en Estados Unidos y
Thatcher en el Reino Unido se atrevieron: su desmantelamiento. Y queda claro a estas


alturas que lo que motiva su desarticulación no es una ideología política, sino una
tendencia tan antigua como la democracia misma: el populismo.

En el interior de todo populista cohabita un autoritario. Los líderes populistas nacen,
crecen y llegan al poder en las democracias, y una vez instaurados en el poder se
enfrentan a sus instituciones. Porque ante los ojos de un populista, las instituciones
públicas son meros productos de la élite, entidades cuyo único fin es defender los
intereses de los ricos y poderosos, interponiéndose entre el líder y el pueblo. El
carisma se convierte entonces en la única fuente de legitimidad política. Y en pleno
siglo veintiuno, esa verdad sigue tan vigente como hace dos mil quinientos años.

En nuestro país existe una avalancha de políticas públicas que solo han debilitado las
instituciones del país. En salud, tenemos la destrucción del Seguro Popular, del
esquema de abasto de medicinas y los muchos despidos injustificados de médicos. En
seguridad, se desarticuló la Policía Federal (PF), la Secretaría de Seguridad y
Protección Ciudadana (SSPC) está encabezada por políticos sin experiencia alguna y el
Centro Nacional de Inteligencia (CNI) ha sufrido significativas bajas salariales y
reducciones en su planta laboral. Por otra parte, los organismos autónomos han
padecido considerables mermas presupuestales y hay numerosas vacantes debido a
que el Presidente se rehúsa a enviar las ternas al Congreso. E inclusive, se ha reducido
la cantidad de hogares pobres beneficiarios de programas sociales, mientras se crean
estructuras alternas al Estado para manejarlos. Ni hablemos de la politización del
servicio exterior mexicano, la destrucción de programas de ayuda a la mujer o la

intentona por eliminar el Instituto Nacional Electoral (INE). Y entonces, entran los
militares.

La destrucción institucional será inevitablemente llenada por alguien, y ese alguien
serán las Fuerzas Armadas, augurando el regreso a un Estado primitivo. En el pasado,
la milicia se encargaba de gran parte de la labor estatal debido a que las tareas
consistían básicamente en defensa, con el fin de lograr la supervivencia estatal. Sin
embargo, los niveles de guerra han disminuido drásticamente y el Estado moderno ha
abarcado muchas otras actividades, viéndose en la necesidad de crear instituciones
con reglas complejas y servidores públicos profesionales, apolíticos y especializados.
Y eso que habíamos medianamente construido es lo que estamos destruyendo.

López Obrador recientemente visitó Cuba, acompañado de altos mandos militares. La
razón, de acuerdo a reportajes periodísticos serios, es que los militares mexicanos
fueron a aprendan de sus similares cubanos a ser empresarios. Sin embargo, en los
Estados modernos los militares solo cumplen con labores militares, y en los Estados
atrasados y autoritarios se ponen varias cachuchas a la vez, como en Cuba, Venezuela
o Corea del Norte. La lección es clara: países desarrollados tienen Estados
desarrollados, países subdesarrollados tienen Estados subdesarrollados, y países sin
Estado se encuentran en la anarquía total.

@FernandoNGE

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